Prot. N. 0701/2024
17 de septiembre de 2024
“Por sus heridas fuimos sanados”(Is 53, 5).
“Yo hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5).
Queridos Hermanos,
Por medio de esta carta, quiero dirigirles a cada uno de ustedes un mensaje de felicitación con ocasión de la fiesta de nuestro Seráfico Padre San Francisco de Asís. Me he decidido a escribirles no sin cierto temor ya que, hace unos meses, cuando junto con los demás Ministros generales preparamos y enviamos las Orientaciones para la celebración de los Centenarios Franciscanos, me había propuesto no escribir ninguna otra carta a la Orden, para no interferir con la abundancia de estímulos e iniciativas relacionadas con los citados Centenarios.
Sin embargo, la cercanía del próximo Capítulo general ordinario (junio de 2025), la importancia de los Jubileos Franciscanos y la inminente apertura del Jubileo universal 2025, me convencen de no dejar hablar sólo a los acontecimientos (por muy relevantes que sean), sugiriéndome que les dirija un mensaje que nace del deseo de compartir con ustedes algunas consideraciones espontáneas.
Tú eres amor: el don de los Estigmas
Estoy seguro de que, en nuestros Conventos e iglesias, se está haciendo todo lo posible para resaltar los acontecimientos que rodean el 800 aniversario de la aparición seráfica de Cristo crucificado al orante Francisco de Asís.
Las llagas, impresas en su cuerpo y en su alma, son una síntesis plástica de la espiritualidad a la que el Señor nos ha llamado. Son, ante todo, signos de una existencia vivida enteramente en Cristo, de Su caridad misericordiosa y de Su pasión redentora, grabadas en el frágil cuerpo de Francisco (así como en su alma, no menos herida).
De esta conmemoración podemos inspirarnos para repensar el origen mismo de nuestra vocación: la conformación a Cristo crucificado; “no quise saber nada, fuera de Jesucristo, y Jesucristo crucificado” (1Cor 2,2). El resultado es un impulso a vivir con mayor fidelidad la dimensión personal y comunitaria de nuestra vocación para conocer, aceptar e integrar nuestras limitaciones personales e incluso institucionales (véanse las Orientaciones para el octavo centenario de los Estigmas).
No se trata, sin embargo, de recordar simplemente un acontecimiento maravilloso, sino de saber captar la dimensión teológica y espiritual, haciendo nuestro el misterio de la vida, muerte y resurrección de Jesús.
Todo ello se convierte en un antídoto válido contra los efectos del entorno cultural actual, que pretende identificarnos con una falsa imagen del hombre: un modelo vacío de amor y lleno de sí mismo.
Mirando al Santo de Asís, reconocemos el camino correcto hacia una espiritualidad que nos lleva a encontrarnos con la mirada de Francisco vuelta hacia el Altísimo (y no hacia sí mismo); a contemplar su carne traspasada por el amor del crucificado (y no por las pasiones del mundo); a considerar cómo su alma, también herida por el amor, fue profundamente sanada y santificada por la acción del Espíritu Santo.
Para Francisco, subir al Alverna significó encontrar un contexto silencioso y austero para orar y presentar al Señor su corazón herido por la crisis que le provocó la evolución de la primitiva fraternidad, transformada en “Orden”. Y verdaderamente ese contexto de oración fue el marco ideal en el que el Señor colmó plenamente todas las expectativas del Poverello; Su presencia no sólo fue un consuelo, sino una confirmación adicional. El Señor se manifestó de forma “sorprendente”, traspasando de amor su cuerpo y su espíritu.
Este encuentro místico fue posible gracias a la búsqueda incesante del Altísimo buen Señor, siempre en el centro de sus deseos. Desde su conversión, desde que el Penitente de Asís dejó de adorarse a sí mismo, renunció para siempre a los éxitos personales, pastorales, eclesiásticos, políticos o militares; ya no buscó complacerse a sí mismo, sino que se esforzó siempre por conformar su corazón y su mente a Dios.
Firmemente resuelto en este propósito, Francisco prefirió esconderse de los ojos del mundo, para refugiarse en Aquel que es la plenitud de todas las cosas, y que escapa a los ojos del mundo. Su autenticidad de vida revela lo que él mismo expresó en sus Admoniciones: “Cuanto es el hombre delante de Dios, tanto es y no más” (Adm xix).
Hacia el Capítulo general ordinario
Queridos Hermanos, se acerca el Capítulo general que celebraremos en Roma en el contexto de los Centenarios Franciscanos y del Jubileo Universal de 2025. Será el año del octavo centenario del Cántico de las Creaturas, al que seguirá la conmemoración de la Pascua de San Francisco (2026). Tal contexto celebrativo nos recuerda el horizonte espiritual que deseamos valorizar; el tiempo capitular, por su parte, nos ayuda a mirar y verificar la espiritualidad concreta vivida en nuestras comunidades y en la propia Orden, para pasar del examen de los “principios rectores” a la evaluación de la “obra en curso”.
Por ello los invito, queridos Hermanos, a hacer juntos una pausa para verificar, en este tiempo que nos prepara para el Capítulo general, qué grado de verdad y sinceridad experimentamos en nuestro contexto de vida.
Testimonios que cuestionan: el espíritu de los orígenes y la respuesta carismática actual
En los últimos meses he tenido la gracia de celebrar el 800 aniversario de la llegada de los primeros Hermanos (enviados por el propio Francisco) a algunas ciudades de Europa.
Esas celebraciones no sólo me llenaron de alegría, sino que sobre todo me hicieron percibir la frescura carismática de los orígenes. Las fundaciones, en efecto, nacieron según el espíritu del Evangelio y el ejemplo de vida de nuestro Seráfico Padre.
Estoy seguro de que todos nosotros nos alegramos de ser franciscanos conventuales; nos reconocemos como parte de esta forma de vida. Pero perseverar en la fidelidad y en la alegría de la vocación evangélica no es algo que se dé por descontado o sea mecánico: la verdadera fidelidad hay que conservarla, cuidarla, buscarla, protegerla e incluso “sufrirla” en la lucha contra nosotros mismos y contra el entorno cultural, orientado hacia el placer irrestricto.
Hace unos años, en 2018, concluimos el largo proceso de renovación de nuestras Constituciones. Son nuestra legislación primordial, como interpretación auténtica de la Regla. Son el pentagrama, la “partitura” sobre la que reconocer el tono adecuado para la vida de la Orden en nuestros tiempos; son la guía sin la cual no seríamos lo que somos. Como ustedes recordarán, la intención de la renovación no era otra que restaurar la vida carismática de la Orden. Las Constituciones regulan e inspiran la vida de nuestras comunidades. Sería realmente productivo que todos nos esforzáramos por “ejecutar” lo que indica la partitura, aprendiendo cada uno su parte para así acercarnos a la forma vitae conventual. Bastaría poco para dar un salto cualitativo, pero no siempre somos capaces de hacerlo.
Las comunidades, custodiadas según el espíritu de nuestras Constituciones, se reconocen inmediatamente como lugares donde brilla el carisma, y por tanto son comunidades donde todos recorren el camino seguro para encontrarse con el Señor y proponerlo al mundo a través del testimonio franciscano.
No podemos permitirnos el lujo de no rezar juntos, de no celebrar los Capítulos conventuales con frecuencia, de no tener una vida espiritual profunda, de no detenernos a discernir juntos, de no verificar la calidad de nuestro discipulado, de no practicar la corrección fraterna, de no aportar algo nuevo a nuestra misión.
El seguimiento del Señor sigue siendo, sin ninguna duda, la prioridad. Si tenemos otras prioridades, quizá algo esté fallando y nuestra fidelidad al carisma esté distorsionada.
Si nuestra vida y nuestras comunidades persiguen “otros” contextos (en forma de hedonismo personal o pastoral), significa que “otro” será el resultado, otro será el contenido de nuestra vida, y correremos el riesgo de vivir en el sinsentido, o en la mundanidad espiritual (Papa Francisco).
Si perdemos la calidad de vida evangélico-conventual, sería como provocar un suicidio espiritual para la Orden. Si no cuidamos nuestros contextos vitales, si no nos proponemos recualificar la vida conventual, pondremos en peligro no sólo el presente, sino también el futuro de la Orden.
Hermanos, primero debemos recuperar la oración, el silencio, la interiorización de la Palabra, la contemplación, el discernimiento comunitario, el conocimiento de nuestros parámetros carismáticos.
Una vida vivida según lo que hemos prometido nos aportará alegría a nosotros y al mundo, como un signo creíble de vida cristiana y franciscana.
Levantar la mirada: un camino de renovación
En la audiencia general del 23 de agosto de 2017, el Papa Francisco nos dijo que “no es cristiano caminar con la mirada dirigida hacia abajo”, como hacen algunos animales, buscando sólo su sustento en la superficie del suelo, “sin levantar los ojos hacia el horizonte… como si todo nuestro camino se apagase aquí en el palmo de pocos metros de viaje…”.
El contexto de los Centenarios Franciscanos es una ocasión propicia para mirar hacia arriba con la virtud de la esperanza cristiana y la guía del Evangelio, siempre actual, siempre nueva.
En esta fiesta de San Francisco, como preparación a la celebración de nuestro Capítulo general ordinario, quisiera proponer a la Orden que emprendamos una profunda renovación, casi una autorreforma, no basada en la intransigencia o en un rigor mal disimulado, sino orientada hacia un amor creativo, que deje espacio a las novedades del Espíritu y no se cierre a las provocaciones que provienen de la cultura de nuestro tiempo.
Por tanto, queridos Hermanos: tenemos la Guía, tenemos la partitura, tenemos los instrumentos (que hay que afinar continuamente), conocemos la melodía: dejémosla resonar en nuestros corazones, bajo la dirección de Aquel que lo une todo en perfecta armonía, para que fructifique con nuestra conversión.
Que la bendición de nuestro Seráfico Padre San Francisco esté siempre sobre cada uno de ustedes. ¡Que el Señor les dé paz!
Fray Carlos A. Trovarelli
Ministro general