“…el hermano Antonio, a quien el Señor abrió la inteligencia para que entendiese las Escrituras y hablara de Jesús en todo el mundo palabras más dulces que la miel y el panal” (1Cel 48).

Ya próximos a la fiesta “del Santo” y de la celebración de los 800 años de su entrada con los frailes menores (ocurrido, según algunos historiadores, durante el verano del 1220, luego del fuerte eco producido en el joven canónico agustino Fernando por los hermanos Protomártires muertos en Marruecos), tracemos algunas líneas de la experiencia de San Antonio a la luz de su única obra llegada hasta nosotros, los Sermones dominicales y festivos. En ellos se encuentra plasmado el rostro y la entera existencia de Antonio: canónico agustino, hermano menor, magister y predicador.

Para entrar en el tema, tomaremos la preciosa nota que San Francisco de Asís escribe a Antonio –feliz encuentro entre la intuición de Antonio y el discernimiento de Francisco- llamándolo “mi Obispo”: prácticamente, se trata de la autorización del “Poverello” a Antonio para dedicarse a la enseñanza de la teología a los hermanos, constituyendo el estudio de Boloña.

Los Sermones recogen algunas de aquellas lecciones impartidas a los hermanos llamados a la predicación. En el prólogo, Antonio mismo delinea dos fines que lo han llevado a escribir este amplio comentario a la Palabra de Dios: “la edificación de las almas y la consolación de quien lee y quien escucha”. El hermano lisboeta, “vencido por la oración y el amor a los hermanos” (es por esto que escribe en breves ciclos de tiempo, ¡sacados quién sabe cómo de su generoso servicio itinerante durante tan sólo diez años de vida minorítica!), pone en manos de los hermanos una formidable colección de material (sobre todo el comentario a los Evangelios dominicales y de las fiestas), idóneo para las diferentes categorías de personas que pudieran encontrar. Antonio no se olvida de la preocupación de Francisco: el predicador “diga”, primeramente con su testimonio, viva lo que anuncia, no discuta ni litigue, sométase a toda creatura. Hágase hermano menor de todos.

Una novedad de los Sermones la constituye el modo de concebir la evangelización: Antonio, junto con los contenidos, dirige su mirada a los protagonistas, es decir, a los predicadores y a los fieles necesitados de ser alcanzados por la Palabra de salvación. Esta atención evita que esta labor adquiera un carácter sólo doctrinal, del mismo modo que las oraciones dirigidas al Señor Jesús, al final de cada comentario, revelan el profundo deseo de encender en cada uno una espiritualidad capaz de elevarse a la contemplación. El objetivo de esta obra es: “partir” con sabiduría el Pan de la Palabra, hacerla comprensible, útil y aplicable para la vida, convirtiendo los corazones a una vida evangélica. ¡Llevar Jesús a todos!

No es fácil –o al menos no nos resulta inmediato- adentrarnos en los Sermones, donde Antonio pone toda su formación precedente al servicio del compromiso de evangelización asumido en la familia franciscana: necesitamos conocer el contexto cultural, teológico y eclesial de aquel tiempo. Necesitamos un “tutorial” que nos ayude a comprender cómo eran entendidos en aquel tiempo los comentarios (las “glosas”) a las Escrituras, hasta qué punto se leían con los cuatro sentidos (literal, alegórico, moral, anagógico) el camino teológico y la comprensión bíblica. En fin, necesitamos de un “esquema básico”, que comprenda también el modo original con el que Antonio trata las fuentes y piensa el trabajo. El Santo mismo, Doctor evangelicus (Pío XII, 16 de enero de 1946), hace de “tutor”, indicando en cada comentario qué cosa será tratada y acentuando el sentido moral de su trabajo porque, a fin de cuentas, es la Palabra acogida la que transforma la consciencia y se hace, realmente, vida vivida. Escuchemos a Antonio: la Escritura es la fecunda tierra que primero produce la hierba, luego la espiga y, finalmente, el grano maduro en la espiga. En esta densa frase del prólogo tomada del libro abierto de la creación, descubrimos los tres sentidos del texto sagrado (alegórico, moral, anagógico) íntimamente unidos con las tres virtudes teologales (hierba -sentido alegórico- ligado a la fe; espiga –sentido moral- ligado a la caridad; grano –sentido anagógico- ligado a la esperanza). ¡Cuánta riqueza! Ánimo: con un poco de paciencia y le lectura “asistida”, podremos adentrarnos también nosotros en el libro de los Sermones que probablemente embellece nuestra biblioteca personal o conventual.

Por último, evidenciemos la semejanza de los tiempos de Francisco y de Antonio con los nuestros, en lo que se refiere a la predicación y a la preparación fundamental. La fraternitas primigenia se encargó inmediatamente –con un estilo testimonial, “dentro” y no “en contra” de la Iglesia- de las mociones del Concilio Lateranense IV (1215), que proponía la reforma de todo el tejido eclesial a partir de la reanudación de la predicación por parte de los Obispos y de los colaboradores designados por ellos. La peligrosa “competencia” la constituía el aumento de movimientos heréticos, demasiado activos y capaces de explicar el lengua vulgar la Escritura, interceptando la necesidad de una renovación evangélica del pueblo. Una victoria fácil para los heréticos: el clero no brillaba por sus buenas costumbres, no predicaba, no estaba formado.

En cuanto a nosotros, vivimos en el post Concilio, en el tiempo de la “nueva evangelización” (cfr. Juan Pablo II), de la necesidad –prioritaria, más que nunca- de saber comunicar, con lenguajes cada vez más apropiados, la alegría del Evangelio (cfr. Papa Francisco, Evangelii gaudium). San Francisco nos exhorta a hacerlo con nuestra propia vida secundum formam sancti Evangelii (¡la predicación más eficaz!); San Antonio lo sigue, remarcando que una buena preparación es un acto de amor al Señor y a las personas, además de ocasión para la conversión personal y comunitaria; para después ofrecer la Palabra en un estilo franciscano: con cordialidad humilde, sin “elevados” discursos (prefiriendo el verbum abbreviatum), buscando llegar a la vida concreta (vicios y virtudes), certificándolo todo con la propia vida de hermano menor y en alegría (cfr. Regla bulada, III). En su aparición en Arles, Francisco “confirma” a Antonio, el cual está dando a los hermanos un sermón sobre la cruz (hecho que las Fuentes Franciscanas reporta muchas veces).

Un último “flash”: la habilidad del predicador está en pasar del estudio a las personas concretas. De esta manera, nos gusta pensar en Antonio (arca testamenti, según la expresión de Gregorio IX) como alguien capaz de pasar “del libro a la multitud” (cfr. Dal libro alla folla. Antonio di Padova e il francescanesimo medievale, de A. RIGON) y de hablar la lengua de todos, de hacerse entender por todos. Su lengua incorrupta es para nosotros un signo elocuente de cuánto cada uno de nosotros, con la predicación de vida-obras-palabras, podemos llegar a ser humildes y eficaces ministros de la alegría del Evangelio. No olvidemos nunca el gran crédito que la gente da a nosotros los frailes, sintiéndonos cercanos, como hermanos del pueblo.

Fray Giovanni VOLTAN.