Desde la profunda memoria de mi corazón, deseo honrar la figura de Jorge Mario BERGOGLIO, a quien el Espíritu Santo y un Cónclave convirtieron en Papa Francisco.
Al ser su connacional, conocí al Obispo BERGOGLIO en Buenos Aires en el período de mi residencia en esa ciudad, entre 1996 y 1997, cuando él era Obispo auxiliar y encargado del Decanato donde se encuentra nuestro Convento (y Curia provincial). Años más tarde (2007-2015), volví de comunidad a Buenos Aires, entonces como Ministro provincial al mismo Convento. Mons. Jorge Mario era ya Cardenal y Arzobispo, hasta que con sorpresa, en 2013, fue elegido Obispo de Roma, y aun más sorprendente, llamándose “Francisco”. A las pocas semanas de haber sido nombrado Papa, en mi rol de presidente de la FALC (Federación América Latina Conventuales), tuve que dirigirme a Roma, y, al ser argentino, pude fácilmente acceder a una audiencia pública y ubicarme en el así llamado “baciamano”, es decir, en la primera fila, aquella que el Papa saluda al finalizar la audiencia.
Esperaba con gusto poder saludarlo, pero fue él quien, aun caminando hacia su Cátedra, me vio y me saludó alzando el pulgar de su mano derecha. Pero al final, en el esperado saludo (que fue un abrazo), me llamó ¡por mi nombre!
Puedo decir que fui testigo de una transformación. En efecto, el “Cardenal que vivía en el fin del mundo” mientras gobernaba la Arquidiócesis de Buenos Aires, no gustaba de las primeras planas en los periódicos, ni de ser saludado en las plazas. Temía ser adulado. Puedo decir que prefería ser “cuanto uno es ante Dios” y nada más. Esa opción por la coherencia de vida no le permitía ser simpático. Era austero y reservado, cercano a los “pequeños” y osco con los grandes. Era pastor del rebaño, pero no el “gendarme” de la masa. Jamás recusaba una solicitud de entrevista, y, al final de las Misas crismales, se quedaba en su sede para saludar con dedicación a cada uno de los presbíteros residentes en la Arquidiócesis, que éramos varios centenares. No era un príncipe, era un padre.
Es bien sabido que el hecho de ser Arzobispo o Cardenal no le impidió seguir viajando en el transporte público de la ciudad. Hasta poco antes de participar en el Cónclave llegó así a nuestro Convento.
Como siempre pedía a los presbíteros, sus homilías eran tan breves como contundentes, al igual que sus declaraciones públicas. No abundaba en palabras, pero sus enseñanzas eran tajantes. No era de labia dulce, y su carácter tampoco lo era; su opción por la coherencia no le permitía engañar ni engañarse. Sus gestos no eran vistosos, pero sí muy significativos. Era un habitante más de la ciudad, sólo que investido de un ministerio eclesial. De hecho, nunca fue un eclesiástico “revestido” de honores.
Recuerdo cuando mandó construir uno de los templos modernos más bonitos de la ciudad en las cercanías de nuestro Convento, en un barrio pobre y popular. Era un Cardenal “padre”, presto a dar vida a sus hijos, y no un populista paternalista. Prefería ser profundo en los detalles en lugar de brillar como si estuviera en algún espectáculo-show; prefería ser coherente con el Evangelio y no con la popularidad. No era simpático, era padre
Cada vez que solicité hablar con “el Cardenal de Buenos Aires” por teléfono, bastaba con solicitarlo a la recepcionista del Arzobispado y, tan sólo dos o tres minutos después, recibía el llamado de “BERGOGLIO”. Y cada vez que envié un saludo de Navidad o de Pascua al Arzobispo de Buenos Aires, llegaba a nuestro Convento un agradecimiento firmado a mano por él mismo. No era simpático, era responsable.
En el 2010 aceptó mi invitación a presidir una Misa durante la Asamblea general de nuestra Orden celebrada en la ciudad de Pilar (Argentina). Aquella vez llegó en “voz baja” y presidió en “voz baja”. No almorzó con nosotros en la mesa principal, sino en la cocina, con los cocineros. A todos nos llamó la atención tanta parquedad, pero entiendo hoy que no gustaba ser llamado sólo por ser el Cardenal, y dejaba este título para dedicarlo a los pequeños o para señalar a los “poderosos” sus incoherencias o injusticias. BERGOGLIO siempre visitó las cárceles, celebró Misas en las plazas para atraer a los habitantes de las calles o a las personas que trabajaban de noche en las calles. No era simpático, sino contundente con sus mensajes y seguro en sus opciones.
Doy testimonio de la transformación que aconteció, sin embargo, al haber sido nombrado Pontífice. Pero no debemos confundirnos. Fue una trasformación -digamos así- comunicativa y pastoral. Como Papa, aquel BERGOGLIO no era ya solamente uno que gentilmente respondía o abría la puerta, sino uno que venía a tu encuentro; no sólo un pastor dedicado al rebaño, sino alguien que te veía e identificaba desde lejos.
El 17 de junio de 2019, apenas elegido yo Ministro general, nuestra Asamblea capitular fue recibida por él saliéndose del protocolo: entrando en la Sala Clementina, Francisco cambió su itinerario hacia la cátedra y se dirigió hacia mí para abrazarme.
Gracias a Dios, pude abrazarlo y tratarlo de “tu” varias veces más como él deseaba. El Pontificado de Francisco fue coherente con aquellos principios y máximas evangélicas que siempre lo habían caracterizado. Pero supo reinventarse y transformarse. Me atrevo a decir que la mayor transformación fue su capacidad de comunicación. Pienso que profundizó al máximo el sentido de la Misericordia, de modo que sus gestos fueron no sólo paternos sino también maternos y fraternos. Ya nunca más ahorró una sonrisa y mucho menos algún “signo” fuerte en contenido; habló a través de signos y decisiones con capacidad de orientar y anticipar el futuro. No sólo quiso mantenerse coherente con sus opciones de vida y de anuncio evangélico, sino que también quiso proponerlas a la Iglesia y al mundo. Se hizo él mismo símbolo de su visión del mundo y de la fe.
No olvidaré los encuentros que pude tener con él, sus llamadas telefónicas para responderme, sus mensajes escritos a mano, su prontitud para recibirme y escucharme, así como su solicitud para dar respuesta a cuanto estaba en sus posibilidades.
Padre, madre y hermano. Así lo he sentido.
Fray Carlos A. TROVARELLI, Ministro general.