Aún resuena en nuestros corazones lo que el Señor nos ha dado en la persona y el ministerio del Papa Francisco, a quien acompañamos a su última morada hace unos días. Pero, en la serenidad de la fe y elevándonos por encima de toda especulación humana, como Iglesia hemos elevado nuestra oración al Altísimo, pidiendo la gracia de un padre que nos guíe en Su nombre. Y una vez más podemos dar testimonio de que Dios es fiel y ama a su pueblo.
Estoy más que seguro de que el Cónclave, reunido con una gran responsabilidad, ha dado espacio al Espíritu Santo, que una vez más ha venido en su perenne fidelidad en ayuda de su discernimiento.
Recordamos muy bien lo que San Francisco de Asís escribió al inicio de la “Regla bulada” para sí mismo y para todos nosotros: “El hermano Francisco promete obediencia y reverencia al señor Papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia romana…” (Rb I,2). Queridísimo Señor Papa León XIV, con unción eclesiástica y con la emoción y confianza de los hijos, damos gracias a Dios por Su amor hacia nosotros y por su fiat. Usted estaba aún de pie en el famoso balcón de la Basílica de San Pedro, cuando ya le sentíamos, junto con el mundo entero, como ese padre que necesitamos y queremos obedecer.
Sólo nos separan unos días, como Orden de Hermanos Menores Conventuales, de la celebración del Capítulo general ordinario. Queremos hacer nuestra también ahora su primera llamada: acoger la paz del Resucitado en nuestros corazones y ofrecerla al mundo; acogernos los unos a los otros y permanecer unidos entre nosotros y en Él.
Que el Altísimo le acompañe y le proteja en su propósito de anunciar al mundo la Buena Nueva de la Resurrección, el Hombre Nuevo, la Nueva Creación inaugurada por Él, en la que podemos vivir en armonía y paz con todas las creaturas.
Que el Espíritu Santo le acompañe en el anuncio, con san Agustín, de que «En el único Cristo, somos uno»[1]*.
Fray Carlos A. TROVARELLI
Ministro general
[1]* In Illo, uno unum, lema episcopal de Robert Francis PREVOST, Papa León XIV, tomado del sermón “Exposición sobre el Salmo 127” de San Agustín.