Formación franciscana – inspiraciones (parte 19)

“Los hermanos, siguiendo el ejemplo del Seráfico Padre y según las tradiciones de la Orden, manifiesten su amor filial a la bienaventurada Virgen María con celebraciones litúrgicas, prácticas de piedad (como el rosario, la corona franciscana y otras formas locales de devoción) y la oración personal”[1].

Durante mi infancia, en mi ciudad natal, en la casa de la cultura, había una galería fotográfica permanente de imágenes milagrosas de María procedentes de diversos santuarios. Era algo insólito, porque durante el régimen comunista, reacio a cualquier expresión religiosa, no se organizaban presentaciones de este tipo. Observando las imágenes de los iconos expuestos, no podía entender en qué se diferenciaba una Madre de Dios de otra. Tardé unos años en darme cuenta de que los lugares marianos me recordaban la presencia especial, el cuidado, la ayuda y el mensaje que la gente recibía de la Madre de Nuestro Señor en esos mismos lugares. Probablemente ayudó el hecho de que peregrinara con mis padres a los distintos santuarios y aprendiera a conocerlos. El problema, sin embargo, era que la devoción mariana popular, al menos en mi región, desdibujaba el vínculo entre ella y Dios. En general, en mi opinión, se veneraba a la Santísima Virgen como a una reina. Me parecía que el culto mariano se centraba sólo en ella, pero sin una referencia clara a Cristo. Parecía que esta devoción no identificaba adecuadamente la misión de María en relación con el Señor. Así, presentaba a María como una salvadora clemente y misericordiosa que intercede por los pecadores, a los que un Padre duro e iracundo quiere castigar. Esto, naturalmente, en mis sentimientos juveniles, ponía a Dios mismo bajo una luz no muy buena. Tardé algún tiempo en poner en orden mi relación con la Virgen, a lo que sin duda contribuyó el estudio personal de diversos libros de mariología.

Entiendo que cada uno de nosotros tiene su propia historia de conocimiento y amistad con la Inmaculada. Escribo estas memorias personales para que cada lector se pregunte: ¿tengo yo una relación con la Madre de Nuestro Señor? ¿Cómo es esta relación, cómo se desarrolla y en qué consiste? ¿Soy un fraile mariano? ¿Me fascina María y comparto la experiencia de su presencia en mi vida?

Cuando nos sentimos inspirados por la Inmaculada en nuestras vidas, podemos hablar de espiritualidad mariana. Ella se convierte para nosotros no sólo en un modelo, sino también en una compañera de camino. Estamos sujetos a su influencia. La espiritualidad mariana, por tanto, no se limita a la piedad, es decir, a la veneración de la Madre, sino que significa que la oración personal es un modo de adhesión a Ella. En otras palabras, la persona que se entrega a Ella no se detiene sólo en los actos religiosos exteriores, sino que trata de imitar su camino, su vida, su pensamiento, su apertura a la Palabra[2]. Cuando uno cultiva una relación con Ella, puede experimentar su amor. La entrega es, pues, una respuesta al amor de la Madre. En el camino del crecimiento de la vida espiritual, llegamos a conocernos más profundamente, y así experimentamos que somos débiles y pecadores, y «sentimos el sabor» de la cruz de la vida que nos toca en diversas situaciones. Necesitamos su presencia y su apoyo especial para no «marchitarnos» en nuestra relación con el Señor. Como el apóstol Juan en el Gólgota, aceptamos el testamento de la cruz y llevamos a la Madre de Cristo a todo en nuestra vida. De este modo, llevamos a María con nosotros[3].

Escribo sobre la entrega porque no se trata de un proceso único. Las formas de esta entrega pueden ser variadas: oraciones, rosarios, coronillas, letanías, peregrinaciones, celebraciones, pertenencia a diversas cofradías y asociaciones marianas… Aunque estos actos tienen una forma externa, en el acto de la entrega se convierten en algo personal, configuran una manera constante de vivir y de pensar. La Inmaculada se evoca a menudo en los pensamientos y se desarrolla una relación más fuerte y estrecha con Ella. Es un camino espiritual para quien desea fascinarse cada vez más con Ella, cambiar de vida, evangelizar. Todos pueden recibir el don de la fascinación por la Madre de Dios en el camino de confiarle la vida. Para ello no es necesario tener una experiencia de su aparición, como las apariciones que han tenido lugar en la historia de la Iglesia.

Aunque todas las comunidades religiosas son marianas a su manera, hay algo en nuestra espiritualidad franciscana que nos hace tener una referencia especial a la Madre de Dios. Cuando visitamos la Basílica de San Francisco en Asís, podemos admirar el fresco de Cimabue en la iglesia inferior. Representa a Francisco como un humilde siervo junto a la Santísima Virgen María que, con el Niño Jesús, es alabada y admirada por los ángeles. El Poverello parece pasar a un segundo plano, porque sabe quién es más importante en esta adoración celestial. Lleva un libro en las manos y se le ven los estigmas en el cuerpo. De este modo, el artista ha expresado la actitud espiritual que los Hermanos Menores deben desarrollar en su interior: humillación y alabanza-admiración hacia la Madre de Dios. Es una espiritualidad que rechaza el deseo, profundamente arraigado en el orgullo humano, de hacerse importante, grande y dominante[4]. Los franciscanos aprenden de la Esclava del Señor no la realeza, la grandeza o la búsqueda de la gloria, sino cómo estar cerca del Señor y cómo responderle con su «fiat», con su vida. Como ella en este fresco sostiene al Verbo Encarnado en sus brazos, así los Hermanos Menores están llamados a llevar y dar a luz al Verbo Encarnado (Segunda Carta a los Fieles 50-53). Francisco ama a María, le está agradecido por haber hecho hermano nuestro al Hijo de Dios (2 Cel 198; 1 Buenaventura 9,3). Considera a María sobre todo como Madre que sirve en la obra de la redención y nos enseña a adorar a la Trinidad. De María quiere aprender a experimentar la cercanía y la presencia de Dios en actitud de pobreza y humildad[5]. Y nosotros, cuando contemplamos el amor de Dios que viene a nosotros, siempre cerca de Él, podemos ver a la Esposa del Espíritu Santo. Nuestra vocación es verla, imitarla en su vocación materna y dejarnos conducir por ella en una estrecha relación con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que se vive y se realiza en la Iglesia[6].

Lo que necesitamos, pues, es dejarnos fascinar por María y confiarle nuestra vida. Esto implica cultivar no sólo la devoción a María, sino también una espiritualidad mariana. Por tanto, nos centramos en imitarla en nuestras vidas, en hacer lo que hizo María. Con ella descubrimos cómo abrirnos a la acción del Espíritu Santo, cómo acoger y dar a luz al Verbo encarnado, y en la belleza y el amor de María vemos el rostro de nuestro Padre amoroso. Cuando entreguemos verdaderamente nuestra vida a María, ella nunca hará sombra a Dios ni para nosotros ni para los demás. Veremos más fácilmente que donde está María, está siempre su Hijo, y que Jesús está donde está su Madre. Entonces es aún mejor encontrar la motivación para estar en su compañía. Y para eso precisamente sirve la entrega, el confiarnos a María.

Fray Piotr STANISŁAWCZYK
Delegado general para la formación.


[1] Hermanos Menores Conventuales, Constituciones, Roma 2019, art. 47 & 1.
[2] Cf. Adam Rybicki, Maryjna duchowość, in: Leksykon duchowości katolickiej, a cura di Marek Chmielewski, Lublin-Kraków 2002, pp. 493-496.
[3] Cf. Juan Pablo II, Encíclica Redemptoris Mater, Roma 1987, n. 45, https://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_25031987_redemptoris-mater.html, 16.01.2024.
[4] Cf. Lotar Hardick, Josef Terschlusen, Kajetan Esser OFM, Franciszkańska Reguła życia, Niepokalanów 1988, pp. 100-101.
[5] Cf. Alfonso Pompei OFMConv, Maryja, Matka Boża, en: Leksykon duchowości franciszkańskiej, a cura di Emil Kumka OFMConv, Kraków-Warszawa 2016, pp. 878-894.
[6] Cf. Orden de Hermanos Menores Conventuales, Discípulo Franciscano. Ratio Studiorum, Roma 2022, n. 38, https://www.ofmconv.net/es/download/discepolato-francesc-ratio-stud-2022/, 16.01.2024.