Formación franciscana – inspiraciones (parte 21) 

«Los hermanos recuerden que son pobres y peregrinos en este mundo…»[1]

Ya de niño tuve la experiencia de peregrinar a diversos santuarios de Polonia. En aquella época no entendía absolutamente nada de los viajes a los que me llevaban mis padres. Normalmente me ponía enfermo después de estos viajes, porque dormíamos en cualquier sitio y comíamos de todo. De niño, recuerdo plazas e iglesias abarrotadas. En medio de todo aquello, me perdía en alguna parte, sin entender la finalidad de todo aquello. Ya de joven, me asombraba ver a peregrinos que iban de romería a los santuarios y, durante las paradas, se medicaban los pies llenos de ampollas. Durante mucho tiempo, este tipo de piedad me fue ajeno. Por eso quiero centrarme en la identidad franciscana del peregrino. ¿Por qué? Porque hoy experimento con más conciencia las bendiciones asociadas a la peregrinación. Yo también he recorrido un largo camino de reflexión sobre este tema.

La peregrinación es una práctica presente en muchas religiones del mundo. Constituye un elemento importante del culto religioso. Se define como rezar con los pies. La Biblia la describe como un viaje del creyente a un lugar santificado por la presencia especial de Dios. La peregrinación se vive como un acto de búsqueda de Dios y de deseo de unión con Él. Por tanto, es necesario prepararse adecuadamente. Esto se hace mediante la purificación del corazón: dirigir los pensamientos y deseos hacia Dios, alejarse del mal y del pecado, dejar de preocuparse excesivamente por los asuntos corrientes. Se realiza por motivos de culto o penitencia. La finalidad de la peregrinación es hablar con Dios, y va acompañada de una limosna para los pobres, una ofrenda al Señor y un donativo para el mantenimiento del lugar santo. Algunos la realizan sólo por tradición. En este último caso, la peregrinación es un acto formal y no suele cambiar nada en la vida espiritual del peregrino, hecho estigmatizado por los Profetas (Is 1,10-20). En la historia de los peregrinos bíblicos vemos que, cuando Dios elige a un hombre, le da una vocación y la peregrinación se convierte para él en algo natural. Respondiendo al Señor, el llamado debe tomar el camino y salir de su realidad. En el plan de Dios, la meta de la peregrinación es importante porque marca la dirección del camino. Pero alcanzarla es sólo una especie de cereza sobre el pastel, porque lo más importante es la relación con Dios. De hecho, ésta se desarrolla en el transcurso de la peregrinación. Nunca es demasiado tarde para dejar lo que es cómodo, organizado y a lo que uno ya está acostumbrado. En el camino espiritual nace una alianza con Dios, que se convierte en un proceso de entrega continua a Él. Las Sagradas Escrituras muestran los diversos acontecimientos y la naturaleza de las peregrinaciones realizadas por María, José, Jesús y también los Apóstoles. La última peregrinación del Señor a Jerusalén fue coronada por su pasión, muerte y resurrección. Esto centró a sus discípulos no en un lugar de la tierra, sino en su Persona: el nuevo Templo. Para sus discípulos, Él es el nuevo Santuario. En consecuencia, quienes aceptan a Jesús como su Señor experimentan la vida como una peregrinación, una salida guiada por el Señor que conduce a Él. Los Apóstoles experimentan con Jesús las fatigas y las alegrías de la peregrinación. Tras la resurrección y la acogida del Espíritu Santo, nace otro destino de peregrinación: la misión y el anuncio de la Buena Nueva[2].

La vida cotidiana del discípulo de Jesús se entiende como un viaje espiritual que conduce a Él y lleva a los demás hacia Él. La peregrinación exterior se asemeja y revive la devoción del cristiano: practicar la ascesis, hacer penitencia por las debilidades humanas, dedicarse a la oración ferviente, renovar el espíritu que recuerda la necesidad constante de peregrinar por la fuerza del Espíritu Santo, siguiendo a Jesús hacia el Padre[3]. Esta fue la experiencia de San Francisco de Asís. La peregrinación fue una práctica importante del ideal evangélico que vivió el Poverello. Probablemente, ya antes de su conversión, había conocido algunas rutas de peregrinación durante sus viajes comerciales. Él mismo peregrinó a Roma, donde decidió experimentar la vida de los mendigos. Tras su conversión, pasó de una iglesia restaurada a otra, de una choza a otra… Cuando aumentó el número de Hermanos que deseaban seguirle, acudió al Obispo de Roma para discernir la vocación de su pequeña comunidad. En el resto de la historia de su vida, le vemos peregrinar a diversos lugares: a la tumba de los Santos Apóstoles en Roma, a Tierra Santa y probablemente también a la tumba de Santiago… Va allí para pedir algunas gracias especiales para él y para sus frailes. Estos viajes le permiten, mediante la práctica de la pobreza, experimentar las bendiciones y la protección del Altísimo; son una oportunidad para cambiarse a sí mismo. Son ocasiones para encontrarse con la gente y evangelizarla. Con amabilidad y paz, anuncia lo que él mismo experimenta durante su peregrinación: la necesidad de hacer penitencia y de convertirse. Guiado por su propia experiencia de peregrino, obtiene del Papa la gracia de la indulgencia para los que peregrinan a la Porciúncula. Cree que la gracia de la Iglesia vinculada a las peregrinaciones debe estar realmente al alcance de todos.

Los seguidores de San Francisco adoptan un estilo de vida peregrino inspirado en nuestro padre fundador. Esto se expresa en una constante actitud misionera para salir al mundo y predicar el Evangelio. Al salir al mundo, los Hermanos debían hacer penitencia, es decir, convertirse. Su marcha debía estar desprovista de todo deseo de dominar y mandar. Los Hermanos debían ser pacíficos, modestos, no pendencieros, corteses, contentos y capaces de aceptar los diversos alimentos y condiciones de vida que se les ofrecían: no podían quejarse si no tenían su café matutino, su yogur preferido en el desayuno o agua caliente en la ducha… Su peregrinación debía traer la paz y vivirse en la Iglesia, en fraternidad con toda la creación. Su vida debía confiarse enteramente a la Divina Providencia. La vida itinerante de los Hermanos tenía, por tanto, un significado teológico, enseñándoles a mirar la realidad de este mundo como un transitus hacia una realidad celestial.

En la primitiva comunidad franciscana se excluía la posibilidad de cualquier tipo de apropiación o asentamiento. Aunque los frailes permanecieran un tiempo en una ermita, en última instancia el propósito de ese tiempo era volver entre la gente. La finalidad de la peregrinación era evangelizarse a sí mismos y al mundo. En su primera salida, los Hermanos se dirigieron a los cristianos. El propósito era ayudar a la gente a profundizar en su relación con Dios y con la Iglesia. Cuando los Hermanos menores se dirigieron a los musulmanes e infieles, la peregrinación tuvo un carácter estrictamente misionero. El modo de ser de los Hermanos con la cuerda debía ser ante todo evangélico: llevar al Señor en un clima de paz y fraternidad. Esta es la parte difícil de la peregrinación: conectarla con la propia vida para que sea ella misma anuncio de la Buena Nueva. Para muchos Hermanos ha sido y es difícil ser testigos de la realidad de Dios entre la gente, sin emprender alguna actividad pastoral, caritativa o cultural. A veces, el mero hecho de ser signo para los demás se experimenta como una pérdida de tiempo. Francisco vio que en esta peregrinación fraterna es inevitable fundar Conventos y construir iglesias. Su deseo era que todo esto fuera sencillo y pobre, que los frailes fueran siempre como forasteros y peregrinos (Regla bulada VI, 2-3; Testamento 24). Francisco temía un estilo de vida estable; veía en él una amenaza para, entre otras cosas, el espíritu de pobreza. Sabía que centrarse en diversas formas de apropiación: permisos papales, privilegios, estabilidad económica, etc., va en contra de la pobreza. La falta de pobreza socava la dinámica de la vida, que se basa en el propio trabajo y en la mesa del Señor, es decir, en la limosna que se debe aceptar y dar. Con el tiempo, se convirtió en un problema para la comunidad que los Hermanos fueran demasiado libres para peregrinar. Parece que en más de un caso los superiores perdieron de vista a quién y a dónde llevaba el libre espíritu franciscano. El vagabundeo se consideraba una de las cosas más destructivas para la comunidad. Estaba terminantemente prohibido peregrinar sin permiso[4]. Es importante recordar que, al ponerse en camino, hay que discernir el propio camino y su finalidad. Esto se aplica a la peregrinación, tanto en su dimensión interna, que concierne a nuestra vocación, como en su dimensión externa, relacionada con el desplazamiento a diferentes lugares. Tanto en la primera como en la segunda dimensión, la peregrinación no es turismo o vagabundeo. Discernir significa escuchar lo que el Señor quiere, qué hacer y dónde hacerlo, y qué evitar….. En la peregrinación franciscana, tenemos un cierto estilo: escuchar lo que dice la Iglesia, aceptar la voz de la comunidad (Constituciones, Estatutos…), escuchar al Señor en el propio corazón y compartirlo con las personas adecuadas, aceptar lo que decide el superior (a menudo tiene que tomar una decisión, pero también debe escuchar). Todos en este camino podemos equivocarnos, pero no cuando somos obedientes[5].

Si miramos nuestras vidas en términos de tendencias, cada uno de nosotros es una especie de homo viator. La peregrinación está, por así decirlo, inscrita en el ADN de nuestra identidad humana. Emprender un viaje está ligado a las leyes del desarrollo humano: quien no vuela fuera del nido no madura. Algunas personas tienen más entusiasmo, curiosidad o quizá incluso ansiedad que les resulta difícil permanecer mucho tiempo en un mismo sitio. Necesitan nuevos estímulos, porque quedándose en una casa se aburren y frustran rápidamente. Esto se manifiesta en el deseo de trasladarse de una comunidad a otra. Otros tienen la tendencia contraria: chimenea y pantuflas calientes. Les afectan más los cambios de lugar y se encariñan fácilmente con su casa, su gente y su trabajo. También los hay en el medio, capaces de disfrutar del calor de la chimenea y soportar con valentía las incomodidades del viaje. ¿Qué tendencias tengo yo? Ninguna es mala ni buena. Conocerlas nos facilita ser conscientes de las tentaciones que nos acompañan constantemente. Parte de nuestra formación cristiana y religiosa es la peregrinación. Por eso necesitamos poseer al Espíritu Santo con su santa operación (Regla bulada X, 8) para caminar por los senderos de Dios. La peregrinación no tiene nada de vagabundo, sino que es un camino de crecimiento espiritual. En todas las situaciones es necesario preguntar al Señor: ¿qué debo hacer? Porque creo que individualmente y como comunidad queremos estar en camino.

Fray Piotr STANISŁAWCZYK
Delegado general para la formación


[1] Hermanos Menores Conventuales, Constituciones, Roma 2019, art. 16, § 1.
[2] Cf. Słownik teologii biblijnej, red. X. Leon-Dufour, Poznań 1994, ss. 660-662.
[3] Cf. Katechizm Kościoła Katolickiego, Poznań 1994, nr. 1198, 2691.
[4] Cf. Lázaro Iriarte OFMCap, Pielgrzym, w: Leksykon duchowości franciszkańskiej, red. E. Kumka OFMConv, Kraków-Warszawa 2016, ss. 1227-1238.
[5] Cf. Maksymilian Maria Kolbe, Pisma, t. I., Niepokalanów 2018, s. 60.