¿Dónde está mi misión?
Formación franciscana – inspiraciones (parte 8)

“Todos los hermanos, siguiendo el ejemplo de Cristo y de San Francisco, proclamen el Evangelio en todo el mundo y a toda criatura, participando activamente en la misión evangelizadora de la Iglesia. Por tanto, toda su vida esté imbuida de espíritu misionero, y toda su actividad misionera esté animada por el espíritu religioso”[1].

 

Recuerdo que durante un Capítulo provincial, el Ministro provincial recién elegido bendijo a dos de nuestros hermanos que se ofrecieron voluntariamente para las misiones. Se trataba de dos hermanos muy experimentados que ya tenían más de 60 años. Tras la entrega de las cruces misioneras, todos los miembros del Capítulo comenzaron a aplaudir y se acercaron a felicitarlos por esta decisión. El ambiente era solemne y se podía sentir la convicción de que “nunca es demasiado tarde para irse de misión”. Un hermano que estaba a mi lado me dijo: “Mira, qué paradoja; los ancianos se ofrecen para las misiones y los jóvenes nos limitamos a felicitarlos y aplaudirles”.

Podríamos decir que esto es una vergüenza para nosotros, gente relativamente joven. Pensaba que tenemos que quedarnos donde estamos porque hay cosas que debemos abrazar para dar vida a las misiones “en un lugar lejano”. También necesitamos evangelización y trabajo pastoral aquí. ¿Qué significa que nuestra misión esté “aquí”? De hecho sabemos que en todo tiempo y lugar estamos llamados a ser discípulos de Cristo y misioneros suyos. Es una tarea de todos los cristianos. Sin embargo, no todo el mundo puede ir en misión “ad gentes”. Somos conscientes de que, dondequiera que vivamos, debemos anunciar la Buena Nueva de diversas maneras; esto nos califica para ser llamados discípulos del Señor[2].

Por lo general, definimos “misión” como una tarea importante por realizar. Cada uno de nosotros, franciscanos, tiene esta tarea. No se trata de una función que realizamos o de un trabajo que hacemos. A veces nuestras energías son absorbidas por asuntos secundarios: las instituciones de las que somos responsables, las actividades educativas, culturales, de restauración, sociales, terapéuticas, caritativas, etc. Entonces ese “algo”, que constituye el fondo de nuestra vida (secundario), puede convertirse en la misión principal y en lo más importante. Es fácil pasar de misionero a funcionario, investigador, trabajador social, celebridad, activista de trabajos de restauración, etc.

Incluso cuando dirigimos nuestras actividades hacia la evangelización, con el tiempo llegan otros acentos que a veces se vuelven predominantes. Entonces algo cambia en nosotros, ponemos acentos diferentes; nos planteamos si convenga dirigir un retiro, nos preocupamos cuando recibimos una ofrenda demasiado baja para nuestro ministerio, nos molestamos cuando no recibimos la ofrenda por la Misa celebrada. Nos justificamos porque “el que trabaja tiene derecho a su salario”[3]. Lo importante es lo que hay en nuestro corazón. ¿No será que ya no pedimos al Señor, sino que hemos comenzado a realizar nuestro ministerio para ganar dinero? Esta es probablemente la tentación más frecuente en nuestro ministerio pastoral.

Cuando pensamos en la formación, y por lo tanto en nuestro estar en relación con Cristo, vale la pena purificar nuestras motivaciones y nuestras acciones. Para ello, tenemos que ver y reconocer lo que es realmente importante en nuestro ministerio, nuestro trabajo y nuestra vida. Quizá nos preguntemos: “Bueno, eso ya lo sé, ¿y qué?” Podemos cambiar nuestras motivaciones internas. Sin embargo, esta transformación requiere un proceso: entregar todo a Dios en la oración, en el sacramento de la confesión (conversión), e invitar continuamente al Espíritu Santo a venir a nosotros con su santa operación.[4] Aunque el cambio en nosotros no se produzca inmediatamente, el acto mismo de entregar nuestra vida a Dios tiene un significado espiritual. De lo contrario, empezamos a justificarnos: “Es imposible”, “No se puede hacer de otro modo”, “Hay que vivir de algo”, etc. Entonces cambiamos el énfasis y perseguimos otra misión, dejando fuera la evangelización.

Por ejemplo, el encuentro de San Francisco con el sultán de Egipto. Va a Melek-el-Kamil para convertirlo. Se reúne con él, le habla con amabilidad y cortesía y entabla una relación amistosa. Pero esto es sólo el fondo de su acción, porque el objetivo es otro y Francisco no lo oculta: es un misionero y desea la conversión del Sultán, que acepte el Evangelio y se salve[5]. Sin embargo, si reconocemos (de acuerdo con las tendencias imperantes) que el motivo de esta visita era un encuentro interreligioso fraternal y pacífico, debemos reconocer que se trataba de una misión diplomática. Con toda la importancia de estas misiones, la Iglesia nos recuerda constantemente que nuestra misión es predicar el Evangelio. Todo lo que es secundario, que está relacionado con nuestras funciones y nuestro trabajo, debe ser sólo la trama de nuestra predicación y anuncio.

Llevamos a cabo nuestra tarea de varias maneras: a través de la evangelización (para que la gente conozca y ame a Jesús), la catequesis (para ayudarles a desarrollar su fe), la atención pastoral (para que crezcan y se formen), la reevangelización (para reavivar la fe que se ha apagado) o realizando misiones inter-gentes (saliendo al encuentro de quienes se acercan a nosotros y no conocen a Cristo). Si tenemos en cuenta que, a nivel mundial, los cristianos son alrededor del 31% (de los cuales los católicos son el 18%), mientras que los no creyentes son alrededor del 16% de la población y el 53% del resto son seguidores de otras religiones; si consideramos que en Europa el número de cristianos está disminuyendo constantemente, podemos estar seguros de que ciertamente hay algo que hacer.[6]

Pero volvamos a la primera imagen relativa a la decisión de nuestros hermanos. Durante muchos años han llevado a cabo misiones y diversos ministerios en sus conventos. Sin embargo, han elegido algo que es una tarea especial en la Iglesia, una misión particular para la Iglesia “ad gentes”, ahí donde la Iglesia está emergiendo lentamente y necesita ser alimentada con dulzura para que sus raíces crezcan más profundamente.[7] Creo que la misión “ad gentes” requiere una respuesta bastante radical, salir del espacio al que estamos acostumbrados, adentrarse en situaciones desconocidas. Las respuestas radicales dadas a Dios se desarrollan en nosotros mismos a través de nuestras respuestas diarias, en los lugares a los que Él nos ha enviado.

Fray Piotr STANISŁAWCZYK
Delegado general para la formación


[1] Constituciones 2019, art. 91 § 3.
[2] Cf. V Conferencia general del Consejo Episcopal Latinoamericano y Caribeño (CELAM), Aparecida, Documento final: Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en Él tengan vida, Gubin 2014, n. 153.
[3] 1 Tm 5, 18.
[4] Cf. Regla bulada X, 8.
[5] Cf. San Buenaventura, Sermones sobre nuestro Santo Padre San Francisco, Sermón 7, 19-23; 1Cel 57; Dzieje błogosławionego Franciszka i jego towarzyszy, 27.
[6] Bartłomiej Kulas, Religie na świecie (Religiones en el Mundo), https://geografia24.pl/religie-na-swiecie/; Servicio de información eKay: https://www.ekai.pl/129-mld-katolikow-najnowsze-statystyki-kosciola/.
[7] Cf. Juan Pablo II, Redemptoris missio, n. 32 ss.