Imaginación de la caridad
Formación franciscana – inspiraciones (parte 6)

“Siguiendo el ejemplo de San Francisco, que obtuvo la gracia de comenzar a hacer penitencia practicando la misericordia con los leprosos, los hermanos manifiesten su voluntad de conversión poniéndose gozosamente al servicio de los pobres, los marginados y los excluidos.”[1]

 

Probablemente recordemos el reciente período de la pandemia y nuestras diversas sorpresas: por seguridad la Iglesia está cerrada, no hay posibilidad de confesarse, se cancela la adoración, reuniones pastorales canceladas… Es como si el mundo entero estuviera paralizado por el miedo. Me encontré con nuestros hermanos que en ese momento visitaban a los enfermos en los hospitales y centros asistenciales, y les pregunté: ¿Ustedes no tienen miedo? Ellos respondieron con sentido del humor: Tenemos miedo, pero afortunadamente creemos en la vida del más allá del virus…
La historia tiende a repetirse; todos los peligros que han existido, existen y existirán, siempre preocupan al mundo. Pero nos dan la oportunidad de mirar en nuestro interior y conocer la verdad sobre nosotros mismos, sobre el estado de nuestro espíritu, sobre lo que es importante para nosotros, sobre lo que tenemos, sobre aquello de lo que nos conviene convertirnos.
Quizá San Francisco de Asís pueda ayudarnos en esta autorreflexión. En su Regla, él nos propone como ideal de vida el modo de observar el Evangelio y de seguir a Jesucristo. Nuestro Fundador lo experimentó como el Señor que se hizo pobre por nosotros. Los encuentros de Francisco con los pobres, los que sufren y los leprosos, fueron una continuación y desarrollo de su relación con el Señor. Deseaba seguir Su camino, por lo que entregó lo que tenía y confió en la providencia de Dios. Para él no se trataba de cumplir un acto específico, sino de una forma de ser que requería continuidad. Introdujo este ejercicio en la vida de los hermanos menores como una iniciación al “ser en comunidad”: “díganles la palabra del santo Evangelio, «que vayan y vendan todas sus cosas y se apliquen con empeño a distribuirlas a los pobres».”[2]
Toda nuestra formación religiosa es un continuo retorno a esta experiencia: dar nuestros bienes a los pobres. Damos a los pobres, es decir a los que carecen de algo, nuestra misma persona, nuestro tiempo, nuestro esfuerzo, nuestro trabajo, nuestra oración e incluso las cosas materiales. No lo hacemos para alimentar nuestro ego: para sentirnos bien, importantes y necesarios. Queremos estar cerca de Dios y pedirle que tenga misericordia de nosotros porque queremos salvarnos. Cuando hacemos misericordia con los demás, los principales instrumentos en las manos de Dios somos nosotros y lo que tenemos. Y esto parece ser la esencia de nuestra forma de vida franciscana.
Lo que puede obstaculizar el camino es el clima de expectativas que se deposita en nosotros: ser eficaces tanto en la atención pastoral como en la asistencia caritativa. La gente quiere vernos como líderes sociales y espirituales que pueden remediar toda pobreza y llevar a todos a Dios. Por lo tanto, es fácil perderse; queremos cumplir las expectativas, pero se nos acaba el dinero, los recursos, el tiempo y las fuerzas; nos agotamos rápidamente. Al mismo tiempo, somos conscientes de que los pobres y necesitados estuvieron, están y estarán ahí. En nuestro ministerio, tal vez sólo podamos ayudar a unos pocos, pero no erradicaremos el problema de la pobreza, la enfermedad, la soledad, la exclusión, etc. A lo largo de los siglos, ni los sistemas políticos nobles ni las numerosas organizaciones sociales lo han conseguido.
Sin embargo, hay una diferencia entre ofrecer misericordia y actuar en el marco del apoyo sistémico a los pobres. Recuerdo una conversación con un cierto director de un centro para drogadictos. Afirmaba que sus pacientes se corrompen por la ayuda que reciben en los Conventos. “¡Su ayuda es perjudicial! -dijo. Los adictos o alcohólicos reciben comida de ustedes, tienen un lugar para lavarse, reciben la ropa que necesitan y a veces dinero, por lo que están bien con esta ayuda y por eso no buscan curar su adicción. Los indigentes no necesitan buscar trabajo y cambiar de vida, continuó, porque obtendrán todo lo que necesitan de ustedes. Es algo difícil de resolver, porque en un sistema de ayuda organizado a menudo se debe evaluar, mirar sistemáticamente, con visión de futuro. Tenemos que preguntarnos constantemente cómo ayudar, cómo no dañar, cómo no corromper a la gente.
Al mismo tiempo, es algo diferente con la misericordia: la misericordia no espera mejoras, no tiene exigencias, es incondicional. Además, requiere imaginación por parte del ministro para ser sensible, protector y perseverante en el servicio, y para que la asistencia prestada no humille a nadie[3]. La misericordia es la mano de Dios; dejándonos abrazar por Él, utilizamos sus dones tanto con los vivos como con los difuntos; tanto con nuestros hermanos de comunidad como con aquellos a los que nos envía.
Reflexiono sobre mí mismo y me pregunto: ¿Qué es lo que estoy dando? ¿A quién se dirige y de quién se olvida? ¿Con mi entrega obtengo misericordia para mí y para los demás? ¿Cuáles son mis obstáculos en esto? ¿Cuándo no tengo ganas? ¿O tengo miedo de algo o de alguien? Y en mi respuesta ruego: “Padre eterno… ten misericordia de nosotros y del mundo entero”[4].

Fray Piotr STANISŁAWCZYK
Delegado general para la formación


[1] Hermanos Menores Conventuales, Constituciones, Roma 2019, art. 50 § 2.
[2] Regla bulada II, 5 FF 77.
[3] Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, n. 50; Andrzej Zając OFMConv, Święty Franciszek, Kraków 2004, pp. 78-80.
[4] Coronilla de la Divina Misericordia.