La Buena Nueva en la comunidad fraterna

Toda comunidad fraterna ofrece la oportunidad de vivir el Evangelio. El Espíritu Santo nos llama a vivir en comunión, reuniendo a los fieles que Él inspira con el amor de Dios. Sólo este amor es capaz de unir a muchos discípulos, permitiéndoles vivir en unidad. Por tanto, el objetivo y la misión primordial de quienes viven en comunidad es convertirse en “una célula de intensa comunión fraterna que sea signo y estímulo para todos los bautizados” (Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, La vida fraterna en comunidad 2b) y un signo eficaz de evangelización (Cf. Ibid 54-56).

San Francisco de Asís razonaba en forma similar, poniendo mucho énfasis en la fraternitas, es decir, en la comunidad fraterna. Esta última estaba formada por hermanos obedientes al Espíritu Santo, que vivían en pobreza y castidad, plenamente deseosos de servirse los unos a los otros, no sólo a sí mismos; así, en espíritu de fraternidad, se abrían a personas más allá del Convento, fuera de su círculo de conocidos cercanos, de su propio país o de la Iglesia. Incluso veían todas las cosas como “hermanas” y estaban convencidos de que toda la creación tiene como punto de referencia a Cristo, el Hermano por excelencia. Su amor mutuo les permitía también acoger y amar a todas las personas que encontraban, mirar con admiración y alegría toda la obra de Dios que continúa creciendo ante nuestros ojos (Cf. Cántico del hermano Sol).
Tampoco es de extrañar que Francisco, en los escritos que dejó, como la Regla no bulada, el Testamento, la Carta a toda la Orden, se refiriera diez veces a una comunidad fraterna en la que todos eran percibidos como un don de Dios.
Con este espíritu, Francisco nunca promovió el individualismo. Por eso, cuando era necesario enviar a alguien a predicar, enviaba al menos a dos hermanos juntos. Estaba convencido de que la labor de evangelización es un asunto comunitario, en el que alguien predica y otro ofrece oraciones y sacrificios por esta intención. A propósito de la oración, conviene recordar que Francisco no dejó de lado a los hermanos que no podían ir a los paganos. Él mismo, en efecto, estaba sumamente convencido de que, mediante la oración y las buenas obras, los demás, los religiosos más humildes, podían participar en los méritos de cualquier apostolado eficaz desempeñado por los hermanos destinados a predicar y convertir a los infieles (Cf. 2Cel 164).
Este enfoque “orgánico” del desafío de la labor misionera también se ha representado en los tiempos modernos. El documento de Santo Domingo afirma que sólo una comunidad que se deja evangelizar, se somete a la acción del Espíritu Santo, comparte la fe, busca la unidad en la riqueza de sus diversos carismas, vive el amor fraterno y es capaz de evangelizar (Cf. Santo Domingo, Conclusiones 23).
Un eco de este razonamiento podemos encontrarlo también en la enseñanza del Papa San Juan Pablo II, quien escribió sobre la necesidad de una “radical conversión de la mentalidad para hacerse misioneros, y esto vale tanto para las personas, como para las comunidades. El Señor llama siempre a salir de uno mismo, a compartir con los demás los bienes que tenemos, empezando por el más precioso que es la fe.[…] Sólo haciéndose misionera la comunidad cristiana podrá superar las divisiones y tensiones internas y recobrar su unidad y su vigor de fe” (Juan Pablo II, Redemptoris Missio 49). En efecto, “la vida de comunión será así un signo para el mundo y una fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo” (Juan Pablo II, Vita Consecrata 46).
La historia nos ha mostrado que San Francisco se esforzó por este tipo de vida, y es también de lo que habla la enseñanza actual de la Iglesia cuando aborda el tema de la fraternidad misionera.

Fray Dariusz MAZUREK
Delegado general para la Animación misionera

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