El martirio por la fe

Todo creyente, deseando ser fiel al Evangelio, puede ser llamado al “testimonio supremo del martirio” (Juan Pablo II, Veritatis splendor, 89); mucho más un misionero puede verse ante la necesidad de dar su vida por Jesús, para confirmar la verdad de la Buena Nueva anunciada. El “martirio… es anuncio solemne y compromiso misionero” (Juan Pablo II, Veritatis splendor, 93). El Decreto sobre la actividad misionera del Concilio Vaticano II destaca claramente esta verdad: el misionero que mira al Maestro da testimonio de él “con mucha paciencia, con longanimidad, con suavidad, con caridad sincera, y si es necesario, hasta con la propia sangre” (Ad Gentes, 24).

La propia lengua griega define la palabra “testimonio” con la expresión “martyria”, y San Juan en el Apocalipsis, al escribir sobre las almas “de los que fueron degollados a causa de la palabra de Dios y del testimonio que les correspondía dar” (Ap 6, 9), señala a los mártires. Estas palabras revelan una cierta realidad vigente en la época del “primer anuncio del Evangelio” – porque es bien sabido que “la Iglesia del primer milenio nació de la sangre de los mártires: «Sanguis martyrum – semen christianorum»” (Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, 37) – y también definen el martirio como algo que “siempre ha acompañado y acompaña la vida de la Iglesia” (Juan Pablo II, Veritatis splendor, 90).
Un periodo importante en el que el martirio se consideró un gran valor fue la Edad Media, especialmente durante las Cruzadas. Sí, se valoraba la vida cotidiana y mortificada, pero la garantía de salvación se veía en dar la propia vida por Cristo mediante el derramamiento de sangre.
Con este razonamiento, queda claro que Francisco también estaba especialmente influenciado por la fascinación del martirio sufrido en Oriente. Su principal deseo y el de los misioneros franciscanos era morir por Jesús. Tomás de Celano expresa este deseo con las palabras “la cima de la perfección” (1 Cel 55). Ya la primera Regla indica cómo debe comportarse el hermano menor en una situación que, sin duda, se presentaba en el trabajo misionero. Muy claramente, las numerosas citas del Nuevo Testamento que dicha Regla contiene, hablan directamente del valor frente a los perseguidores, de la renuncia y la fidelidad a Cristo hasta la muerte. “Y todos los hermanos, dondequiera que estén, recuerden que ellos se dieron y que cedieron sus cuerpos al Señor Jesucristo. Y por su amor deben exponerse a los enemigos, tanto visibles como invisibles; porque dice el Señor: « El que pierda su alma por mi causa, la salvará para la vida eterna»” (RnB XVI 10-11).
Como vemos, el deseo del martirio no era ajeno a San Francisco, porque para él evangelizar, ser misionero, significaba vincular la propia vida a la Pascua del Señor. Además, miraba las misiones precisamente a través del prisma del posible martirio, que, además, le parecía más acorde con el Evangelio. Sin embargo, hay que destacar dos puntos a este respecto. En el primero, no se refería al martirio como tal, sino como la posible consecuencia de la labor misionera para convertir a los infieles, y en el segundo, hay que recordar que el martirio creció como fruto de la reflexión y de la mirada puesta en Jesús crucificado y no como una idea que se le ocurrió en Oriente, aunque, según sus biógrafos, su deseo de ser mártir se identificaba precisamente con su intención de viajar a Oriente. Esta forma de pensar está confirmada por la Regla no bulada: “…nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir, llamó amigo a quien lo traicionaba y se ofreció espontáneamente a quienes lo crucificaron. Por lo tanto, son amigos nuestros todos aquellos que injustamente nos acarrean tribulaciones y angustias, afrentas e injurias, dolores y tormentos, martirio y muerte; a los cuales debemos amar mucho, porque, por lo que nos acarrean, tenemos la vida eterna” (RnB XXII 2-4).
Y si una vez la noticia del asesinato de los cinco primeros misioneros permitió a Francisco expresarse así: “Ahora puedo decir con certeza que tengo cinco hermanos menores” (Passio Sanctorum Martyrum fratrum Berardi, Petri, Adiuti, Accursii, Othonis in Marochio martyrizatorum, en Analecta Franciscana, III, 1897, 593), cuánto más elocuente es hoy la afirmación de Juan Pablo II de que los mártires son “indispensables para el camino del Evangelio” (Juan Pablo II, Redemptoris missio, 45). Además, este “supremo don” (Lumen gentium, 42) hace de los mártires, en el verdadero sentido de la palabra, “anunciadores y testigos” (Juan Pablo II, Redemptoris missio, 45).

Fray Dariusz MAZUREK
Delegado general para la Animación misionera

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