¿Ser miserable o hacerse pobre?
Formación franciscana – inspiraciones (parte 3)

“Los hermanos amen vivir entre los pobres…
y se comprometan activamente en su promoción humana”[1].

 

Uno tiene la impresión de que la historia de toda la familia franciscana ha estado marcada por una excesiva concentración en el “no tener”, es decir, en vivir en la miseria. Parece que en las distintas controversias sobre la pobreza, en algunas de las reformas llevadas a cabo, esta se ha convertido casi en un fin en sí mismo. Se ha quitado del centro al Señor y la pertenencia a Él. Lo que tenemos y no tenemos se convierte en un fin en sí mismo. Se crea una confusión entre ser miserables (vivir en la miseria) y el ideal de ser pobres[2].

Existe un peligro cuando uno experimenta la miseria y no desarrolla en sí mismo la virtud de la pobreza. La miseria es simplemente carencia. Cuando se vive en ella, es fácil cultivar la envidia hacia quien posee bienes, es fácil justificar la propia deshonestidad. Probablemente lo notemos al examinar la cantidad de noticias existentes sobre robos, corrupción y fraudes fiscales. La pobreza, en cambio, es estar agradecido por lo que uno tiene; me doy cuenta de lo que tengo, lo acepto y lo desarrollo, bendigo al Señor por lo que de Él he recibido y deseo dedicarlo todo por completo al servicio de su reino[3]. La miseria sin pobreza es un “pozo sin fondo”; es una espiritualidad que se centra en multiplicar las posesiones, porque nunca hay demasiadas. Incluso si se da algo a alguien, debe haber un resultado, una recompensa (un agradecimiento, un artículo de prensa o una placa conmemorativa, etc.). Ser miserable también puede adoptar una forma de autodivinización. En tal situación, uno piensa en sí mismo con un sentido de asombro y orgullo; soy miserable, esto significa que soy mejor, más cerca del ideal, más cerca de Cristo, y no como los que poseen. Por lo tanto, aumenta la tendencia a juzgar a los demás.

San Francisco de Asís, sus seguidores (por ejemplo, Santa Clara), sus sucesores (por ejemplo, San Buenaventura) y, en nuestros tiempos, San Maximiliano M. Kolbe, cuidaron mucho que la vida de los hermanos y de la comunidad fuera sencilla y modesta. Aquello que los hermanos tienen a su disposición debe ser testimonio del seguimiento de Cristo, que se hizo pobre por nosotros[4]. El Pobrecillo de Asís nos anima constantemente a llevar una vida modesta y sencilla, que se expresa en la asunción de trabajos, en el servicio a los demás, en no acumular bienes, en pedir limosna, en compartir con los demás y en mostrar misericordia. En el fondo está su invitación a “no juzgar a los hombres cuando los vean vestidos de telas suaves y de colores”[5]. El Santo de Asís experimenta, contempla y busca seguir a Cristo pobre y humilde. Une siempre estas dos realidades: pobreza y humildad[6]. Para nosotros, la humildad se convierte en un don que pedir al Señor y en una virtud que hacer crecer. Cuando pensamos en nuestra formación para vivir la pobreza, nos damos cuenta que la humildad nos ayuda a descubrir la verdad sobre nosotros mismos: cuáles son los talentos que hemos recibido de Dios que debemos multiplicar y poner al servicio del Señor, y cuáles son nuestros vicios y pecados, pues por ellos debemos hacer penitencia e invocar continuamente al Espíritu Santo, que tiene el poder de hacer revivir los “huesos resecos”[7].

En primer lugar, debemos formarnos para vivir en la pobreza. Probablemente esto nos obligue a situarnos en el umbral de nuestra propia celda y a mirar lo que es necesario y lo que es inútil (a veces hemos acumulado tantas cosas que creemos que algún día serán útiles, que cuando tenemos que trasladarnos a otro Convento necesitamos un camión). Cuando cambiamos nuestra mirada de las cosas externas a nosotros mismos, vemos cómo ser más honestos y confiables, cómo trabajar y servir, y qué evitar. Esa mirada orante a la propia realidad nos dará la oportunidad de una evaluación clara y la fuerza para actuar con sabiduría.

Igualmente importante es la formación de nuestra comunidad a la vida pobre. Valdría la pena pararse en el umbral del propio Convento y ver lo que realmente está al servicio al Señor y lo que es superfluo; lo que debería ser bello, renovado y sólido, y lo que es superfluo e irrita a los demás.

En nuestra maduración hacia la pobreza se hace necesaria una visión misionera. Nuestro Convento, nuestras construcciones, nuestras cosas y nosotros mismos tenemos un papel que desempeñar; por lo tanto, es una miseria y no una pobreza, si algo o alguno queda inutilizado para la evangelización. En las misiones podemos ver claramente que si los hermanos no tuvieran jardines de infancia, escuelas, autobuses escolares, etc., los niños y los jóvenes se quedarían sin atención y educación; si no organizaran puestos de trabajo, la gente se quedaría sin fuentes de sustento; lo mismo si no construyeran depósitos de agua, cavaran pozos, construyeran iglesias, hospitales, etc.

La pobreza hace que la Buena Noticia se anuncie no sólo a las personas, sino también a toda la creación, por todos los medios. No es tanto la miseria como la verdadera pobreza lo que nos permite dar buenos frutos. Buenos, porque son obra de Aquel a quien hemos dado todo lo que tenemos.

Fray Piotr STANISŁAWCZYK
Delegado general para la formación.


[1] Hermanos Menores Conventuales, Constituciones, Roma 2019, art. 18 §2.
[2] Cf. Gemelli A., Franciszkanizm, Warszawa 1988, s. 46-47, 83-85.
[3] Cf. Leon-Dufor X., Słownik teologii biblijnej, Poznań 1994, s. 1000-1001.
[4] Cf. Regola bollata VI; FF 89-92. Regola S. Chiara VI; FF 1787-91. Horowski A., Ubóstwo według świętego Bonawentury w Postylli do Ewangelii św. Łukasza, „Polonia Sacra” 20 (2016), nr 1 (42), s. 27. Krzyżak T., Kolbe. Historia życia św. Maksymiliana, Niepokalanów 2011, s. 129-130.
[5] Regla bulada II, 17.
[6] Cf. Iammarrone G, Duchowość franciszkańska, Kraków 1988, s. 125-126. Iriarte L., Powołanie franciszkańskie, Kraków 1999, s. 147-148.
[7] Cf. Ez 37, 1-14.