El Purgatorio[1]

El segundo canto del poema lleva al lector a un mundo nuevo, donde a la desesperación sobreviene la esperanza, a las tinieblas la luz del sol. Es como si el hombre volviese a nacer, como si saliese del abismo del eterno dolor, puesto en camino hacia la patria de la eterna felicidad.
Pero este lugar, sin embargo, no es un lugar de llegada, sino de paso; aquí el tiempo fluye como en la tierra y, como en la tierra, también hay dolores y sufrimientos; de hecho, aquí se completa lo que le faltaba al hombre en el camino terrenal para «hacerse digno de ascender al cielo».
De los tres, este segundo reino es el que parece ser el más nuevo como invento: tanto por su ubicación y configuración física, como por el espíritu del que está impregnado; con razón puede ser llamado una creación enteramente dantesca.

La montaña del Purgatorio de Dante se levanta en una isla del océano austral, en las antípodas de Jerusalén, alta hasta el cielo lunar, envuelta por el sol y con el reverdecer del Paraíso terrenal en la cima. No hay demonios aquí –impensables en este ambiente de todos modos-, sino dulces y luminosos ángeles; un dulce cielo, un dulce paisaje; oraciones, cantos, salmodias que recorren toda la montaña; mansedumbre y afabilidad de corazón en sus habitantes; arrepentimiento profundo, esperanza segura y humilde súplica de ayuda en sus palabras.
Así, el lugar de la culpa –el Edén- y el lugar de la redención –Jerusalén-, se encuentran en los extremos opuestos del globo terrestre «donde Jesús vertió su sangre pura» (XXVII, 2), como menciona Dante. En su fondo es el lugar de la pena eterna, mientras que en las laderas que se elevan hacia el retorno a la inocencia perdida es el lugar de la purificación, donde se encuentran los arrepentidos, que de esa muerte han sido salvados.
Un aura difícil de definir, como si de un recogido encanto se tratara, circula por el Purgatorio, que cautiva al lector desde el inicio, con el dulce despliegue del azul del cielo. Todo horror, toda dureza aquí se desvanece, tanto de las formas visibles del ambiente como de los ánimos, de las palabras pronunciadas, y del mismo lenguaje poético. Incluso la definición del personaje, tan relevante en el Infierno y con connotaciones morales, parece aquí atenuarse, disminuirse; la figura humana que allá se erguía orgullosa –cuyo modelo es Farinata- aquí se dobla, se abaja, como junco en la playa de llegada, similar a la oveja, a la paloma, a la mansa cabra que en la sombra descansa.
Penetrar el significado de este cambio, captar el espíritu de esta tan delicada aura que lo envuelve todo, es la manera de entender el Purgatorio dantesco en la profunda belleza que lo distingue.
Lo que distingue a los condenados del Infierno de los salvados del Purgatorio –y que por tanto crea el espíritu diferente que caracteriza a los dos cantos- no es el pecado ni su calidad (pues existen pecadores incluso peores en el Purgatorio que en el Infierno), ni tampoco la virtud, de la cual aquí nadie se acuerda, sino algo diferente; es lo que Dante llama «volverse a Dios», es decir, la conversión del corazón (así lo dice Manfredi en III, 122-123: «mas la bondad de Dios es infinita, / y en sus brazos acoge al convertido»; Oderisi en XI, 89-90: «de no haber sido / que, pudiendo pecar, volvíme a Dios»; Adriano V en XIX, 106: «Mi conversión, ¡aymé! fue ya muy tarda»). Y esto es un hecho que concierne al espíritu y no a la moral.
Es este el punto esencial, lo que caracteriza a todas estas almas, a menudo gravemente pecadoras. Cada una de ellas ha tenido un momento, muchas veces el último, para abandonarse en Dios. Recordemos a Buonconte: «murmuré el dulce nombre de María, / y allí cayó mi carne mutilada… » (V, 101-102); o Sápia « Volvíme a Dios en el momento extremo, / y en paz con él,… » (XIII, 124-125). No fueron sus virtudes a salvarles, como tampoco los pecados a perder a los otros.

Ahora bien, este “volverse” o conversión –según el término de la teología cristiana-, modifica al hombre desde adentro (y por eso la figura humana aparece muy diferente a la del primer canto). Esto produce en esas almas una cualidad específica, un carácter que parece marcar todo el Purgatorio. Si se le intenta definir, podría llamársele –con el término más frecuentemente usado por Dante- «dulzura».

Londres, Biblioteca Británica, Manuscrito Yates Thompson 36, 1444-1450 Detalle de la miniatura del f. 119 de Priamo della Quercia al canto XXIX del Purgatorio con la procesión mísitca, compleja alegoría de la Iglesia (Fuente http://www.bl.uk/catalogues/illuminatedmanuscripts/ILLUMIN.ASP?Size=mid&IllID=56714).

Así como es dulce en su aspecto, el Purgatorio dantesco es también suave en las almas de sus habitantes. Ninguno de ellos pretende o reclama derechos, se considera grande o en todo caso autosuficiente, pero implora y ruega humildemente la ayuda de los demás.
Y en la cima de la montaña, en el Edén, que es a la vez un lugar y una figura de la perfección de la naturaleza humana, Dante –confundido y desconcertado- hace su dramática confesión a Beatriz, sellada con violento llanto.
Lo que pasa aquí a Dante –y es este el secreto único de la Comedia- es lo que cuentan sus personajes acerca del momento que cambió sus vidas: las lágrimas de Manfredi, de Buonconte, ahora es él quien las derrama. Y, como para ellos, también para él las lágrimas son el único precio que Dios exige para entrar en su reino, es decir, para ese cambio interior que lleva al hombre más allá de sí mismo, a la dimensión divina, como le sucederá a Dante en el canto I del Paraíso.


[1] El contenido de este artículo está tomado de: Dante Alighieri, Commedia, con el comentario de Anna Maria Chiavacci Leonardi, Bologna, Zanichelli, 2001, La seconda cantica (el segundo canto) págs. I-IX.