Dedicando el Paradiso a Cangrande della Scala, Dante llama a esta extrema obra suya «canto sublime, que se enorgullece del título de Paraíso». Esta definición corresponde, en la profunda conciencia del autor, a la singularidad y altura de este texto, que se presenta diferente de cualquier otra composición literaria que conozcamos. Diferente también de los otros dos cantos, ya tan revolucionarios en invención y lenguaje, que forman parte del mismo poema. Si se quisiera indicar el carácter que constituye su singularidad, creemos que podría encontrarse -usando las propias palabras del poeta- en aquel verso que en el canto XXIV, traduciendo el texto de la Carta a los Hebreos, define la fe: «fundamento de los bienes que se esperan». Tal es, en efecto, la poesía del Paraíso en su singularidad: se fundamenta enteramente en cosas que no se ven, y que sólo, por la fe, se esperan.
Su argumento, en efecto, la bienaventuranza del paraíso -es decir, el cumplimiento perfecto del deseo del hombre en su identificación con la realidad divina-, es algo que no se experimenta, sino sólo se espera, y sólo puede sernos dado durante algún breve momento de la vida terrenal y vislumbrado confusamente.
De ahí la novedad absoluta del canto de Dante, que es el recuerdo de cosas que sólo se pueden esperar, o sólo se pueden experimentar místicamente.
Ciertamente, el relato poético da una figura perceptible a esta realidad, confiriéndole belleza en formas de absoluto esplendor, pero todo esto -como advierte el poeta- no es más que una sombra, como un tenue recuerdo de un sueño que recién se desvanece, una impresión que queda en el alma; una sombra de la que extrae todo lo que su verso nos va a contar (I, 10-12). Y, por otro lado, ese mundo recordado no tiene carácter de indeterminación, sino que tiene un orden y una estructura racionalmente definida, basada en la «similitud» entre la mente humana y la mente divina, propia de la literatura.
Así que este tercer reino es nuevo, en el cual Dante ha coherentemente renunciado a toda forma de representación sensible utilizada en los otros dos, como el paisaje y la figura humana, creando un singular relato de visión de objetos incorpóreos, donde el único paisaje es el cielo, y las personas son sólo llamas. Los dos primeros cantos son el relato de una memoria histórica, donde tienen cabida los acontecimientos cotidianos, los vicios y virtudes de los hombres, sus vicisitudes individuales. El Paraíso, en cambio, recuerda y relata una experiencia, pero una experiencia interior, que podemos llamar con seguridad mística, pues el texto de Dante nos autoriza a hacerlo con referencia precisa a la visión de San Pablo fijada al centro del primer canto (vv. 73-75); y esta experiencia requiere una calidad de memoria diferente. El tiempo y el espacio pertenecen a la memoria histórica, así también los lugares que el peregrino recorre con su pie mortal (en el Infierno el peso, y en el Purgatorio la sombra, son signos de su corporeidad), los paisajes idénticos a la geografía terrestre; en fin, las historias individuales de los hombres están siempre exactamente definidas por un lugar, un tiempo, un gesto. Pero todo esto se sustrae a la memoria mística: aquí el tiempo no se mide, el viaje no se describe (el paso de un cielo a otro nunca es un acto del cuerpo, sino sólo de la mirada, y a veces ni siquiera consciente; en aquel punto fijo me encontraba; / y como pensamiento que sorprende, / sin acordarme cómo, me elevaba: X, 34-36).
Incluso los hombres han perdido aquí su arrogancia física y moral individual; ni se agolpan para narrar sus hechos terrenales con el fin de ser recordados en el mundo de la historia. Pocos, breves, no en primer plano, son los asuntos privados individuales narrados, y sólo en los tres primeros cielos (Piccarda, Romeo, Cunizza). Las otras historias, las más amplias, tienen siempre otra función, pública y no privada, es decir un valor poético, de reproche y exhortación para el mundo corrupto: tales son las grandes figuras de Francisco y Domingo, la de Justiniano que se identifica con la historia providencial del Imperio, como la de Cacciaguida con la vida de la antigua, sobria y casta Florencia.
Esto sucede porque el Infierno y el Purgatorio tienen como primer objeto al hombre histórico y su viaje a través del tiempo (mientras que la vida en el tiempo está presente como fondo); el Paraíso, en cambio, tiene como primer objeto esa realidad absoluta y eterna hacia la que el hombre tiende como su deseo supremo, hacia la cual el viaje no puede ser medido con el tiempo histórico, y los eventos individuales terrenales ante ella son pequeños y distantes.
* Il contenuto di questa scheda è tratto da: DANTE ALIGHIERI, Commedia, con il commento di Anna Maria Chiavacci Leonardi, Bologna, Zanichelli, 2001, La terza cantica pp. IX-XVIII.