El infierno [1]
En la literatura, la historia de un viaje a los reinos del más allá cristiano, no era en sí misma una cosa nueva, pero el inframundo dantesco constituye algo completamente diferente de las historias precedentes: al imaginar su viaje, Dante ha creado –de hecho- una estructura del más allá que no existía antes de él, dando al infierno y al purgatorio una ubicación geográfica precisa, es decir, que se puede localizar en un mapa de la tierra. Esto corresponde a la historicidad que rige todo el poema, imaginado como relato de un hecho real a través de lugares reales, con un lugar en la geografía e historia.
Dante coloca el infierno –subterráneo, como lo querían las Escrituras y la tradición- exactamente debajo de Jerusalén, y el purgatorio en sus antípodas, en las laderas de la montaña en cuya cima se encuentra el Paraíso terrenal. Esta ubicación tiene, entre otras cosas, un significado teológico muy claro: en la superficie de la tierra, lugar donde Adán pecó; se ubica en las antípodas del lugar –Jerusalén- donde la redención se cumplió con la muerte de Cristo.
En la Comedia, la historicidad de la ubicación geográfica está acompañada por la racionalidad del ordenamiento de los pecadores, subdivididos según una precisa gradación de las penas. Y así encontramos a los incontinentes, los violentos y los fraudulentos, ubicados en tres zonas distintas del abismo infernal, imaginado como un embudo, es decir, como un abismo circular que se va estrechando hasta su fondo, el centro de la tierra, donde Lucifer se encuentra cautivo.
Geográfica y moralmente, esta estructura racional le da al relato de Dante, además de armonía y claridad en su desarrollo, un carácter de gran credibilidad: no un sueño o una visión, sino un camino real es lo que Dante pretende describir, y así de hecho le parece al lector, tanto que las mujeres de Verona, al pasar el poeta, se decían entre sí: «¡mira qué negro es, realmente ha estado en el infierno!».
En cuanto a los modos del relato y al ambiente mismo de este mundo desconocido para todos, la Comedia se inspira en la Eneida virgiliana con esa singularidad que, sin embargo, caracteriza todo el poema dantesco: si bien el conjunto considera algunos rasgos tradicionales propios del infierno (oscuridad, fuego, llanto), los diversos aspectos de los diferentes lugares atravesados –siempre cuidadosamente descritos, podríamos decir, según la realidad- cada vez son comparados con lugares de la tierra bien conocidos por los lectores.
Esto es lo que también ocurrirá a la figura del hombre, ese hombre infernal que es quizás el mayor invento de Dante. De hecho, no se trata de un ser despreciable, con una connotación totalmente negativa, y como era imaginado por la mayoría. En el infierno, recordemos, el amor de Dios está presente, según la leyenda inscripta en lo alto de la puerta: «Movió a mi Autor el justiciero aliento: / hízome la divina gobernanza, / el primo amor, el alto pensamiento» (III, 4-6). Y el hombre mantiene la imagen y semejanza con su creador, que nada podrá quitárselas.
El hombre conserva su dignidad y su conciencia moral (signos de esta imagen), reconociendo su propia culpa y la justicia que lo ha castigado. Él no es diferente de lo que era en la tierra (así lo dirá Capaneo para todos en XIV 52: «como muerto me ves, tal he vivido»), y esto corresponde a una verdad teológica profunda, ya antes descrita por Agustín: los hombres del infierno son lo que quisieron ser, se quedan con lo que eligieron, es decir, con sí mismos; es decir, privados –por su propio rechazo- del fin divino al que estaban destinados, y a la felicidad por ende.
Que Dante pueda hablar con ellos, como si recién acabara de dejarlos en los caminos de la tierra –como sucede, por ejemplo, con su maestro Brunetto Latino en el canto XV- es, por tanto, una realidad poética que corresponde a la realidad teológica.
De esta condición surge todo el gran drama y la gran poesía de las figuras más célebres del Infierno dantesco: la tragedia de estos hombres es precisamente su grandeza original, que hoy aparece como mutilada, reducida a la infelicidad sin posibilidad de redención. Cada uno se ha quedado con el valor que en vida honró: Francesca con la gentileza, Pedro con la lealtad, Farinata con la magnanimidad, Ulises con la pasión por el conocimiento. Pero estos valores no son suficientes para salvarlos.
De aquí surge ese sentimiento que recorre todo el canto y que es la forma en que el amor divino se hace presente en el infierno de Dante, es decir, la piedad: alta y conmovida ante los incontinentes y violentos, la piedad se hace menor, sin embargo, a medida que se desciende y se adentra en la zona más profunda del infierno, cuando se entra en el mundo (círculo) del fraude, donde el hombre comienza a perder su propia dignidad habiendo usado para pecar, esa parte de sí mismo, la razón, que le da su identidad como persona humana; y termina con extinguirse del todo en el último círculo, el lago helado de los traidores, donde el objeto hacia el que se inclina falta, pues el que traiciona a quien en él confía, traicionando así el amor, no es más digno de llamarse hombre.
Este viaje tiene un significado y un valor catártico, es decir de purificación, tanto para el poeta como para sus lectores: en cada etapa Dante deja atrás, venciéndolo, uno de sus vínculos, es decir una de las pasiones, que lo habían vencido en su vida pasada. Pero tal desapego no ocurre sin dolor. De este enfrentamiento del alma entre el viejo y el nuevo afecto –tan evidente en algunos episodios, como aquel de Francisca o de Brunetto- nace la profunda poesía que desde siempre ha cautivado a los lectores del Infierno.
[1] El contenido de este artículo está tomado de: Dante Alighieri, Commedia, con el comentario de Anna Maria Chiavacci Leonardi, Bologna, Zanichelli, 2001, La prima cantica (el primer canto) págs. XIX-XXII.